lunes, junio 26, 2006


La sección de conservas es un hervidero de cadáveres marinos en perfecto estado de conservación. Todos esperan el momento en el que el Templo abra sus puertas. Manadas de compradores abarrotan las entradas. Algunos pegan sus narices a la puerta dejando la marca de su ansiedad en las cristaleras recién acicaladas para la ocasión.
El Templo abre de 10 de la mañana a 10 de la noche. Un horario suficiente para que la mayor parte de los miembros de la manada hagan acopio de provisiones, aviven sus expectativas de compras futuras, engullan en el comedero e incluso visualicen alguna imagen en movimiento en los cines de las instalaciones que les hagan recordar que existen otros mundos fuera de ese sin que suene a reclamo electoral.

Una vez abierta la veda la manada comienza a poblar las calles lanzando el ojo sobre todo aquello que sacie sus deseos.
Los objetos más codiciados son aquellos que han sido expuestos en la caja de luz. Estos son devorados en cuestión de segundos. El palet que los contiene sufre una muerte rápida e indolora. Millones de manos como plagas de mosquitos africanos punzan el conjunto hasta agotar las existencias.
El sonido que acompaña estas salvajes escenas de supervivencia consumista es el de una banda sonora irrelevante teñida de notas inodoras e insípidas. Este sonido en la lejanía es, según algunos expertos, el perfecto para un óptimo rendimiento de las instalaciones.
El ruido de las cajas registradoras abruma. A medida que te acercas al final del recorrido el sonido del dinero te avisa de que pronto tendrás que pagar un tributo por todas aquellas horas maravillosas de armonía familiar y momorables momentos de ocio.
El punto final lo marca una presión insoportable sobre las caderas que te empuja a descargar todo aquello que te tengas en los bolsillos. Esto es el dinero. Nadie sale del Templo como entró. El poder hipnótico de este ente y sus maquiavélicas estrategias de venta provocan que la manada sea declarada muerta justo después de abandonar sus puertas. Puertas que darán paso a nuevas hordas devoradoras.
Es justo en este momento cuando millones de objetos cambian de propietario.
Así una vez tras otra. Un mecanismo perfecto que encuentra en nuestras necesidades más primarias y frustraciones el caldo de cultivo ideal para que nunca le falte el alimento.

4 comentarios:

soyaliki dijo...

Que relato! Parece el guion de un pelicula de ciencia ficcion de los 50. Menos mal que solo es un dia normal en un centro comercial!

Unknown dijo...

A veces uno se cree a salvo de esa hipnótica danza. Que los principios están por encima del burdo consumismo pero cuando las luces brillan, el cansancio aprieta y la música te invade, el cuerpo a través de los brazos comienza a volcar cosas al carro de la compra. No sabes muy bien qué estás haciendo pero te gusta y no puedes parar. Hasta que llegas a la salida y la cajera te devuelve a la realidad de un tortazo de euros que te hace despertar.

De momento me he propuesto, aprovechando esto de las hogueras de San Juan, quemar todas las tarjetas. Lo de resistirse al encanto de las serpientes será para otra sesión autoconsciente.

Un saludo convencido.

montaman dijo...

Yo creo que esas tarjetas malditas son resistentes al fuego. Sólo se desarman cuando tu cuenta comienza a teñirse de rojo. Es en ese momento cuanto debes aprovechar para clavarles un puñal justo entre la I y la S de la palabra VISA. SI lla tuya fuera American Express la cosa se complica. Los amerrican han dispuesto sus tarjetas de forma que sólo pueden ser destruidas arrojandole el jugo de un limón salvaje que se cutiva en las montañas de Chile, a unos 5 .000 metros de altitud.

Gonzalo Vicente dijo...

En gran parte de las ocasiones en las que acudo a un centro comercial, sobre todo si este es monstruoso, salgo con un extraño malestar: una mezcla de frustración y tristeza.
Una "petite morte" pero sin orgasmo. Pero como humano, me temo que seguiré pecando.

Un saludo.