lunes, mayo 01, 2006


Cuando la policía entró en la casa encontró una montaña de cartas amontonadas en la entrada. El olor era agrio y denso. Al fondo del pasillo parecía oírse un rumor. El agente atravesó el pasillo lentamente como si supiese a ciencia cierta el horror con el que iba a toparse segundos después. En la habitación del fondo una televisión encendida y un esqueleto vestido frente a ella en posición relajada. Un esqueleto putrefacto concentrado frente aquella vieja televisión. Era el cadáver de la mujer a la que la compañía eléctrica reclamaba el pago con recargo de dos años.
La mujer murió por causas naturales. Una indisposición repentina cuando se disponía a ver su programa favorito, seguramente un concurso de esos que te hace soñar con vidas acomodadas, y un infarto certero, hicieron de aquel instante cotidiano un hecho dramático.
Nadie se dio cuenta de nada. Nadie se preocupó en los siguientes dos años de saber por qué a la señora de la casa 6 el césped le crecía más que a nadie. La profunda soledad que embargó aquella húmeda casa se vio acentuada tetricamente por un hedor que con el paso de los días se hacía más agudo. Un olor a muerte que sólo pudieron percibir sus objetos, los mismos que la acompañaban diariamente en sus idas y venidas por esos pasillos.
Vivir aislado para algunos es el mayor castigo. Para otros una necesidad. Sin embargo casi todo el mundo sabe que lo peor es morir en soledad, sin nadie que consuele esos momentos seguros en los que te das cuenta de todo aquello que has dejado escapar y que ya, al filo del acantilado, no hay posibilidad de recuperar.

La señora de la casa 6 posiblemente no tuvo ese instante de fatal lucidez. La muerte la sorprendió. Su soledad fue post mortem. Un cadáver sin la intimidad que cualquier cadáver reclama para ser conducido al pasado. A nadie le gusta que lo vean recién levantado. Tampoco recién muerto y mucho menos recién descompuesto.

Eso que llaman muerte digna en este suceso no tuvo sitio. La muerte siempre es indigna.
Vivimos buscando la mayor dignidad pero morimos siempre de la peor manera. Perdiendo la vida. El hecho de perderla supone una falta de intención, un acto fortuito, un hecho inevitable que hace que la mayor parte de nuestro pasado deje de tener la más mínima importancia porque el sujeto que generaba esa energía ya no existe.

Ahora la señora de la casa 6 para nosotros ha obtenido un protagonismo que ya lo hubiese querido estando viva. Si hubiese imaginado su lamentable final estoy seguro de que se hubiera conformado al menos con una llamada de compromiso de los vecinos de al lado. Esos que sólo la buscaban para que cuidase de su perrito cuando salían de fin de semana.

Entre aquellas cartas acumuladas en el recibidor seguro que habría alguna de algún centro comercial felicitándola por su aniversario. Así vivimos y así morimos. De cómo nos reproducimos hablaremos más adelante.

2 comentarios:

Gonzalo Vicente dijo...

Lo mejor que pueden decir de uno cuando muere es: "La vida no le engañó".
En la sociedad actual muchos se convierten en zombis sin saberlo. A estos también les felicita por su cumpleaños El Corte Inglés.

soyaliki dijo...

Que la vida te engañe, no importa, mientras tu no lo descubras. Lo peor, es cuando tu te engañas a ti mismo. Eso si es jodido. Porque ademas lo haces a a proposito y como si contigo no fuera la cosa.